Resumen:
Desde que el estudio de los partidos políticos comenzó a formalizarse a través de las distintas ciencias sociales, tuvimos oportunidad de comprender que estas organizaciones estaban destinadas a ser inevitablemente controvertidas: baste ver que, al día de hoy, es común encontrar expresiones empeñadas en advertir que los partidos políticos representan un elemento indispensable de toda democracia y que cualquier tentativa que pretenda mermar su presencia representa un atentado directo contra el Estado de Derecho —ideas mayormente afianzadas dentro de los círculos políticos y académicos— mientras que, también son frecuentes las manifestaciones que reprueban el funcionamiento de estas entidades y que ponen en tela de juicio su verdadera trascendencia —lo que se escucha, sobre todo, entre la ciudadanía en general—. Por tanto, el señalamiento respecto a que los partidos políticos se encuentran inmersos en una crisis puede suponer una afirmación ciertamente atemporal, comúnmente socorrida y relativamente acertada; pero, sea como fuere, es incuestionable que, al menos en México, la imagen de estas organizaciones es preponderante y progresivamente negativa.1
El descrédito que constriñe a los partidos políticos en México suele atribuirse a una multiplicidad de factores, pero se ha puesto énfasis en denunciar su inoperatividad para materializar los objetivos que legal y constitucionalmente tienen encomendados, el abandono de sus compromisos ideológicos, políticos y programáticos, los exiguos resultados que llegan a reflejar sus candidatos una vez que acceden a cargos públicos, así como la reproducción de malas prácticas al interior de sus estructuras, de donde han trascendido casos de corrupción, impunidad, enriquecimiento ilícito y un largo etcétera.