Descripción:
Conocí a los filósofos cínicos en un salón de clases cuando tenía 18 o 19 años. Fue en un curso de antropología filosófica impartido por un hombre que, como necesidad primigenia, sintió siempre la obligación de hace pensar a mis compañeros y a mí; más aún, aquel hombre delgado de cabello largo, barba medianamente crecida y una pasión exacerbada por la enseñanza filosófica, tuvo desde siempre la incesante preocupación de mostrar a sus educandos que la filosofía es, o debía ser, una actitud reflexiva que ante todo podía ayudarnos a vivir lúdica y estéticamente. Entre lecturas de Camus, Kierkeggard, Sexto Empírico, Epicuro, Esquilo, Homero y Hesíodo me mostró apasionadamente que la filosofía no se agota en los libros, entre teorías enredadas, conceptos rebuscados, y mucho menos en un salón de clases; sino que me enseñaba la filosofía como la existencia misma, una actitud vital que se muestra en todos y cada uno de los momentos que nos encontramos en el mundo. Recuerdo bien aquella tarde de marzo cuando, tratando de seguir esa enseñanza y con mi mente sedienta de luces, me acercaba a ese hombre de enorme vitalismo para solicitar lecturas referentes a la filosofía antigua. “En especial Sócrates” argüía al final de mi petición; me miró, sacó de su morral un texto de pastas negras cuya imagen central era el Sócrates de La academia pintada por Rafael.