Resumen:
Se pretende aderezar el ambiente contextual y simbólico que se daba en estos espacios habitacionales, aspirando así a lograr una nueva o al menos diferente reinterpretación de la vida religiosa y el género. Para ello, son necesarias la imaginación y el acceso a nuevas posibilidades de pensamiento, de tal suerte que se vayan tejiendo aspectos de la vida cotidiana, con base en tres ejes de análisis: lo sensorial/corporal, lo afectivo/emocional y el género, mismos que van construyendo los vínculos de poder, siempre cruzados por el placer y la corporalidad.1 Si la cultura es una mediación a través de la cual se percibe la realidad. Esta, determina entre otros aspectos la estructura psíquica y física del individuo. Es decir, existe diferencia corporal entre hombres y mujeres que va más allá del aspecto biológico. La cultura es resultado de la forma en que interpretamos esta diferencia, la manera en que se simboliza, de cómo elaboramos la angustia, el miedo, el deseo y el placer que nos genera. Considerar al cuerpo como portador de símbolos sociales donde concurren las nociones culturales y sobre el que recaen los límites que expresan las instituciones sociales que han interpretado de manera dispar la anatomía de hombres y mujeres (Jiménez, 2003; Butler, 2001), en este caso, la institución religiosa, particularmente el clero católico.
Descripción:
El cuerpo, moldeado por el contexto social y cultural –además el contexto religioso del convento/monasterio– en el que se sumerge el individuo, es ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo, de tal manera que las actividades perceptivas, pero también la expresión de los sentimientos, las convenciones de los ritos de interacción, gestuales y expresivos, la puesta en escena de la apariencia, los juegos sutiles de la seducción, las técnicas corporales, el entrenamiento físico, la relación con el sufrimiento y el dolor, en suma, la existencia misma del individuo es, en primer término, corporal.