Resumen:
La democracia está directamente vinculada con el problema de la ciudadanía. No hay democracia sin la presencia de una cohorte de sujetos cuya principal característica es, y debería ser, el de su participación activa en los asuntos públicos. La relación entre ambas categorías politológicas no sólo es teórica y conceptual. Su vínculo también está dado por transformaciones históricas y territoriales, mismas que han dado matices muy particulares a ambos fenómenos. No es lo mismo –y eso se sabe de sobra- el perfil de la democracia en Francia del siglo XVIII, que la estadounidense del siglo XIX o aquella surgida en las condiciones de imposición militar en Afganistán. La democracia es, en realidad, muchas formas de democracia. Algo similar ocurre con la ciudadanía. Las formas de concebir y de representar lo que es el ciudadano han sufrido serias transformaciones. Un ejemplo lo encontramos en la propuesta de T.H. Marshall que identificó en torno a la evolución de la ciudadanía la relación entre ésta y la exigencia de sus derechos. Según este autor, el siglo XVIII se definió por la necesidad ciudadana de defender los derechos civiles; el XIX, por los políticos y el siglo XX por los derechos sociales.1