Resumen:
En nuestra vida cotidiana hemos exclamado infinidad de veces la expresión, ¡esto es injusto! y mínimamente su inversa ¡esto es justo! Pero ¿podemos decir algo más sobre la injusticia aparte de que cuando la padecemos sabemos bien de qué se trata? ¿Por qué los políticos, jueces y abogados, incluso los filósofos rehúsan pensar la injusticia con la misma profundidad y sutileza con la que piensan la justicia? Ignoro por qué razón prevalece esta curiosa división de trabajo, que parece desconocer la iniquidad que afecta al ser humano en su dignidad, en sus bienes intrínsecos y extrínsecos, lo que engendra un vacío de pensamiento. La justicia se vuelve ausente y la injusticia abunda y envuelve todos los ámbitos en que actúa el hombre. Tanto que es más fácil ver en las aflicciones de los demás una adversidad que una injusticia, aunque no todos compartimos esta tendencia. Aun nos consideramos potenciales víctimas. Cada tribunal de justicia por costumbre tiene una venerable estatua de la justicia. La justicia representada en un sinfín de imágenes, símbolos y balanzas que no dicen nada o todo; incluso, no es extraño que todo volumen de filosofía moral, de teoría de la justicia, de jurisprudencia o filosofía del derecho, ofrezca un capítulo dedicado a la justicia. Pero ¿quién se ha ocupado de la injusticia? ¿Qué es la injusticia? ¿Cuál es su sentido? El sentido de injusticia es marcado por las víctimas; aprendemos a vivir con injusticias que tienden a ser ignorados, en igual proporción en los ámbitos privado y público. ¿Por qué no pensar esas experiencias de vida que denominamos injustas como fenómenos independientes por derecho propio? La injusticia sólo se nos muestra para decirnos lo que puede y debe ser eliminado, y, una vez que esta tarea preliminar se ha cumplido, podemos volvernos tranquilamente hacia la ocupación real de la ética: la justicia.